En el verano de 1816 visitamos Suiza y fuimos vecinos de Lord Byron. Al comienzo, pasábamos las horas en el lago o caminando por sus playas.
Pero fue un verano muy húmedo y la lluvia incesante impedía durante días salir de la casa. Algunos volúmenes de historias de fantasmas traducidas del alemán al francés cayeron en nuestras manos.
Un día dijo Lord Byron: "Cada uno de nosotros va a escribir una historia de fantasmas", y todos aceptamos su propuesta.
Por mi parte, yo me puse a pensar en una historia que pudiera rivalizar con aquellas que nos habían incitado a emprender este desafío. Una historia que tocara los miedos ocultos de nuestra naturaleza y que despertara un horror espeluznante, que hiciera que el lector temiera apartar su vista de la página un instante para mirar alrededor, que le congelara la sangre y que acelerara los latidos de su corazón. Si no cumplía con estos requisitos, mi historia de fantasmas no sería merecedora de tal nombre. Pensé y reflexioné durante horas, pero todo era en vano. Sentía aquella incapacidad de invención que es la mayor desgracia de los creadores, cuando la insípida Nada responde a nuestras ansiosas invocaciones. Cada mañana me preguntaban si había pensado en una historia, y cada mañana me veía forzada a responder con una mortificante negativa.
(...) Por su parte, en aquellos días, Lord Byron y Shelley mantuvieron muchas y largas conversaciones, de las que yo era un testigo devoto, aunque casi siempre silencioso. En una de ellas, los interlocutores dialogaron acerca de varias doctrinas filosóficas, y se discutió sobre la naturaleza del principio de la vida, y sobre si existía alguna posibilidad de que fuera descubierto y transmitido. Hablaron de los experimentos del Dr. Darwin [abuelo del naturalista Charles Darwin, teórico de la evolución de las especies] (...) Tal vez un cadáver pudiera ser vuelto a la vida; en todo caso, los desarrollos del galvanismo habían dado algun indicio para pensar en ello. Quizás las diferentes partes de una criatura podrían ser fabricadas, armadas , y dotadas del hálito vital.
Recuerdo que después de una de estas veladas y cuando había pasado ya la hora de las brujas, nos retiramos a descansar. Al apoyar la cabeza en la almohada, no me pude dormir, ni tampoco podría decir que pensaba. Era mi imaginación espontánea la que me poseía y me guiaba, dotando a las sucesivas imágenes que surgían en mi mente de una nitidez inusual en las ensoñaciones. Vi —con los ojos cerrados, pero con una aguda visión mental— al pálido estudiante de artes profanas arrodillado junto al ente que había armado. Vi la espantosa figura de un hombre yaciendo inerte y que, poco después, con la ayuda de una poderosa máquina daba señales de vida y comenzaba a moverse con dificultad.
La idea se me ocurrió con la rapidez de la luz: "¡Por fin lo encontré! Lo que me hizo morir de miedo seguramente hará de morir de miedo a otros, ¡solamente necesito describir el espectro que acechó mi almohada!".
A la mañana siguiente pude anunciar que tenía una historia.
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